La figura de Maximino Cerezo: El pincel de los pobres

Mar 10, 2021

Por Francisco García

Maliayés de nacimiento, sus murales sacros se exhiben en decenas de iglesias de Hispanoamérica, donde se le conoce como «el pintor de la liberación».

Sumergirse en la biografía del teólogo y artista claretiano Maximino Cerezo Barredo, «Mino» Cerezo, al que en la América de habla hispana se le conoce con el sobrenombre de «el pintor de la liberación», conduce a considerar su figura como una de las más relevantes de Asturias, en el ámbito del compromiso ético y social, de las últimas décadas. Nacido en Villaviciosa en 1932, es más conocido —y reconocido— en varios países latinoamericanos que en el terruño natal, para el que ha pintado el cartel anunciador de la Semana Santa de este año. En la región también es un gran desconocido al que resulta preciso reivindicar.

El gusto por el dibujo le viene a Mino desde niño, cuando llenaba de garabatos las páginas en blanco de los libros de su padre en Villaviciosa, lo que le costó algún coscorrón. Nació en el barrio de El Ancho y fue a la escuela con las monjas en la villa natal, alumno del colegio de San Francisco. El bachiller lo ejercitó en Gijón, en el Corazón de María. De aquella época le recuerdan compañeros de pupitre, como el pintor gijonés Carlos Roces, quien habla de su humanidad y de la calidad artística de una ingente obra «repartida por iglesias y capillas de medio mundo», señala Roces, quien agrada aún más la figura de Cerezo Barredo a la luz de su extensa labor pastoral como misionero en la selva de Perú. De su época gijonesa reconoce la influencia de otro artista singular: Rubio Camín.

La vocación religiosa surge en un campamento del Frente de Juventudes, por un capellán tozudo.

La vocación religiosa le surge en un campamento del Frente de Juventudes, merced a la insistencia de un capellán tozudo. Un claretiano, Joaquín Aller, hace el resto. En 1950, cumplido con éxito el quinto curso de bachillerato, ingresa en la congregación de los misioneros de Antonio María Claret. En el seminario compagina sus dos pasiones: la fe religiosa y la pintura. Por aquel entonces, el joven Mino aún desconocía que ambas actividades —la propagación del credo de Jesús de Nazaret y el arte sacro— caminarían de la mano en el futuro, entrelazándose y reforzando una, cuando no apuntalando, la fortaleza de la otra. Pero esa simbiosis mística llegaría unos años más tarde, cuando Cerezo Barredo escuchó la llamada de los desheredados, que era un grito monumental que traían las olas desde el otro lado del mundo.

Se ordena sacerdote en 1957 en Santo Domingo de la Calzada (Logroño) y estudia pintura y dibujo en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando (Madrid), en la que llega a ocupar la cátedra de Arte Sacro. Le nombran también capellán de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid. De estudiante en la capital entabla amistad con Kiko Argüello, que por entonces hacía profesión de ateísmo hasta su conversión en unos cursillo de cristiandad, de manera que el futuro conductor del Camino Neocatecumenal pasó del negro al blanco de manera radical: llevaba a los compañeros de estudios a rezar el rosario todos los días a una iglesia de la calle Alcalá. El padre de los «kikos», que en su madurez será el autor de los murales de la catedral de La Almudena, recibe en 1959 el Premio Nacional Juvenil de Pintura.

Comienza a trabajar en la revista «Iris de Paz» en Madrid, con Pedro Casaldáliga y Teófilo Cabestrero. La relación con Casaldáliga, artística y fraternal, marcará su futuro y su compromiso con los pobres. Cofunda, junto con el dominico José Manuel Aguilar, la revista ARA (Arte Religioso Actual). En la década de los sesenta firma numerosa obra artística en España: vidrieras, arquitectura interior de iglesias y capillas, pintura mural y otras obras de arte sacro. Entre los murales destacan los de los colegios mayores de Jaime del Amo y Virgen de la Almudena, de Madrid, así como el de la capilla del Colegio Mayor Pío XII en la Cidade Universitária de Lisboa.

En ese tiempo, Mino vive como un cura, en el sentido más irónico que cultiva el refranero: profesor rodeado de jóvenes de familia bien, capellán universitario, reconocido en el mundo del arte sacro: imparte cursos en Salamanca y Roma, publica artículos en revistas especializadas, forma parte del grupo organizador de la II Bienal de Arte Sacro en León… Pero algo que no acierta a determinar le reconcome por dentro: ¿no estará sacrificando a la vocación artística su compromiso sacerdotal? El vendaval que limpia las telarañas sopla con fuerza de nordeste asturiano en un viaje a Filipinas en 1968. Monseñor Querejeta, un joven obispo claretiano de Basilan, una isla del sur del archipiélago filipino, le invita a pintar un mural en la catedral de la prelatura y lo que iba a ser una estancia de tres meses se ensancha a nueve. En ese lugar contacta por primera vez con la realidad de la pobreza y de la injusticia social. Tan es así, que al regreso pide a sus superiores que lo destinen al proyecto de abrir una nueva misión en Perú, en una zona selvática de los Andes orientales, a orillas del río Huallaga, afluente del Amazonas. Al principio recibe la negativa pero su machacona insistencia logra la aprobación, aunque debería encargarse de formar el equipo de sacerdotes dispuesto a acometer ese empeño misionero. En la prelatura filipina deja como legado un mosaico y un vía crucis. El mosaico iba a ser un mural pero el fondo de la pared de la catedral estaba hecho de cemento y arena de mar y la sal hizo fracasar cualquier intento de pintura.

La relación con Casaldáliga, con quién dirigió la revista «Iris de Paz», marcará su compromiso.

Casaldáliga ya estaba en Brasil desde 1968, en el Mato Grosso, en un viaje sin retorno y su amigo Mino seguiría sus pasos en la selva peruana. El impacto es tal que se aparta del pintor y se refugia en el misionero. Se jura que no volverá a pintar, aunque esa intención no dura mucho tiempo: hasta que ambas vocaciones se convierten en una con único fin: la defensa de la causa de los desheredados. La pintura se convierte entonces en herramienta, en arma de fuego de un proyecto pastoral. Se encuentra en Juanjuí cuando la zona resulta arrasada por el terrible terremoto de 1972. Reconstruida la iglesia pinta en ella un mural de 38 × 3,10 metros en el que relata la historia de la Salvación. Esa obra marcaría el inicio del nuevo horizonte de su trabajo artístico: la presencia permanente en su obra del pueblo pobre y creyente de las áreas marginadas. Colores fuertes, poderosos aprendidos en América Latina, como los de las telas que confeccionan las mujeres en Guatemala y Perú. Los colores de las Bienaventuranzas con el trazo firme de la Teología de la Liberación, de la que se empapa durante su estancia en esa parte del mundo, anunciando el Evangelio con las lenguas de fuego de los pinceles. Una catequesis policromada.

Después de un cuarto de siglo en Perú surge la ocasión de acudir a Nicaragua, a colaborar como antaño con Teófilo Cabestrero, como en los tiempos de «Iris de Paz», en el Centro Ecuménico Antonio Valdivielso. Había triunfado la revolución sandinista y en esa estancia elaboraría materiales para la reflexión y formación de los cristianos comprometidos con el cambio revolucionario. Se enturbian las relaciones con la curia nicaragüense y Mino y Teófilo deciden poner rumbo a Colón, en Panamá, donde acogidos por el obispo Ariz y el equipo misionero claretiano crean un Taller de Evangelización para las comunidades cristianas de base, donde todo el material iconográfico surge de su ingenio artístico. En ese país se establece desde 1983 a 1990. Comienzan entonces a ser frecuentes las invitaciones para pintar murales por toda América Latina y también en Europa y América del Norte. Se cuenta obra suya en al menos 17 países de varios continentes. Los derechos editoriales de su ingente producción de dibujos de carácter popular fueron cedidos «al pueblo pobre y creyente de América Latina».

En 2005 regresa a España y ahora, casi nonagenario, habita la Casa de los Misioneros Claretianos de Salamanca. En esa ciudad continúa pintando y ofreciendo testimonio de su fe radical a favor de los más necesitados. Como los socialmente excluidos que su amigo Emiliano Tapia, el cura «rojo» de la barriada marginal de Buenos Aires y capellán de la cárcel de Topas, acoge en la casa parroquial cuando abandonan el presidio. Como misioneros en un Primer Mundo que se hace preciso evangelizar de nuevo.