Pregón de 2011
Ángel Valle Cuesta
Mayordomo de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno, Párroco de Villaviciosa, autoridades, cofrades, amigos, amigas… Buenas tardes.
Pese a que las palabras embaucadoras de la presentación puedan hacerles creer otra cosa, cuando uno admite la responsabilidad de pregonar la Semana Santa de Villaviciosa lo hace tomando conciencia, ante todo, de las múltiples limitaciones con que afronta la aventura.
Seguramente ya no puedo decir, como Dante, que me encuentro
nel mezzo del camin de nostra vita,
pues creo que llevo ya más ganado que por ganar, pero sí que me acabáis de plantar
per una selva scura, che la diritta via era smarrita.
No fue el primero, pero sí el más intenso libro de viajes que he disfrutado y una de las primeras referencias que me vino a la cabeza cuando empecé a darme cuenta de mi osadía al aceptar subirme hoy aquí.
En cualquier caso, no vamos a seguir los pasos del escritor italiano por los círculos del infierno. Prefiero quedarme a este lado de la frontera, me conformo con repasar la vida más que como un camino, como una procesión, escasa de luz como una Semana Santa temprana, fría como las manos que se entumecen cogidas a un estandartillo, abrumadora como los pasos que levantas ilusionado por primera vez y te hacen crujir toda la espalda. Los que me conocéis, sabéis que me gusta más ir por la acera de la sombra que por la del sol, así que en los minutos que nos esperan trataré de hacer como Irene, la mujer sola de Bernardo Atxaga en Esos cielos, que
necesitaba que los libros, o mejor, la gente que estaba detrás de ellos, le diera seguridad y le confirmara lo que sentía.
Antes de que puedan juzgar mis palabras les pediría la clemencia necesaria para entender la difícil papeleta que tengo entre las manos desde el momento en que la Cofradía me otorga el honor de anunciar esta Semana villaviciosina. Es difícil pregonar, dar noticia, exponer como novedoso algo que para nosotros es un hábito integrado en la rutina del calendario local. Y entiéndase rutina con el mismo sentido de naturalidad que podríamos aplicar a la bajamar, al paso de las estaciones o a la puesta del sol por detrás de El Pedrosu. Uno nace cofrade y no es consciente de ninguna singularidad; con el paso de los años participa de los actos religiosos porque así lo establece el contexto sociocultural en que crece, va adquiriendo conciencia del sentido religioso que rodea las fechas, los espacios, los protagonistas, y acaba por darse cuenta en algún momento de que forma parte de esa vivencia singular que la villa siente como propia y a la que pasas a conceder una interpretación personal, íntima, difícilmente explicable. Eduardo Galeano puede echarme una mano cuando evoca, tan a su manera, cómo el bautismo de un pequeño trata de acercarnos a lo sagrado:
Recibió una caracola:
—Para que aprendas a amar el mar.
Abrieron la jaula de un pájaro preso:
—Para que aprendas a amar el aire.
Le dieron una flor de malvón:
—Para que aprendas a amar la tierra.
Y también le dieron una botellita cerrada:
—No la abras nunca, nunca. Para que aprendas a amar el misterio.
Puede ser más fácil ofrecer una lectura de la Semana Santa desde la perspectiva de la iglesia católica, pues está evidentemente en el fundamento de este fenómeno, pero no tengo la formación teológica ni el atrevimiento personal para asumirla. También sería fácil explicar la Semana desde los parámetros económicos, turísticos y de imagen exterior que podrían sustentar los responsables de la hostelería, el comercio o la gestión municipal, pero ni tengo esa inquietud ni lo considero ético.
En fin, como algunos de ustedes temen que acabe mi intervención sin haber encontrado un tema que sí pueda desarrollar, les tranquilizaré si adelanto que mi intención desde ahora mismo es vestirme de nazareno un día más, un año más, y procesionar con ustedes las calles de nuestra vida. Confío en que al final del viaje todos seamos un poco más cofrades y un mucho menos voyeurs. Es condición inexcusable para quienes intenten entender lo que bulle estos días por las cabezas de la Cofradía. El escritor japonés Haruki Murakami, al que yo ya admiraba antes de conocer su afición por el deporte, expone:
A menudo me preguntan en qué pienso cuando estoy corriendo. Los que me formulan preguntas de esta índole son, por lo general, personas que nunca han vivido la experiencia de correr durante una larga temporada.
También en esto, como en los demás grandes conflictos de nuestra existencia, todos los peligros están en los ojos que miran desde afuera, sobre todo cuando no traen con ellos una cabeza que los empuje a entrar. Invito, pues, a los visitantes, a que dejen de serlo, se hagan procesión, cojan su vela y dejen de mirar desde la lejanía del escaparate en la acera.
A poco que la vida nos haya tratado con cierto mimo, la primera vez que tomamos conciencia de la muerte es cuando nos acercan, todavía de la mano, a las primeras celebraciones litúrgicas de la Semana Santa. Para entonces ya sabemos que a la misa se va con riguroso respeto, y que no vale hablar ni jugar, ni siquiera cuando todavía estamos aprendiendo las primeras oraciones y equivocamos hasta el Padrenuestro. Pero nos queda por descubrir todavía algo más, serio, trascendente, oscuro, oculto, algo por lo que te llevan a visitar todas las iglesias de la villa y honrar los monumentos, algo para lo que ya tienes que ser un poco mayor, te decían. Tomar conciencia de la muerte nos abre el camino de la vida. No sé bien cuando ocurre esto, cualquier día de una Semana Santa mientras bajabas los escalones, de aquella enormes, de la iglesia les clarises.
Los primeros pasos de esa vida vienen cargados de contradicciones, como tantos otros que daremos en adelante. Rodeados de lo que a uno le parece multitud en el Campu la Ilesia, y tantas veces lo era, nos conceden la seguridad de una borla del estandarte. Entonces, tu madre te abandona en una angustiosa lejanía de los apenas tres pasos que nos separan de la fila lateral de mujeres cofrades. Son los años en los que vives también las angustias de la soledad cuando entras por primera vez a clase en el colegio, cuando te atreves a jugar sólo o con los amigos del parque, cada vez más lejos de la tutela y la mirada de los adultos…
Luego crecemos un poco y esos fantasmas se diluyen. La angustia deja paso al pánico de la primera responsabilidad. En cuanto enfilas la Cuesta de Santa Clara descubres que portar un estandartillo parece pero no es tarea fácil: la primera vez que lo levantas no pesa, el concepto del equilibrio ya no te altera y la seguridad de la pequeña manada que encabeza la procesión ofrece confianza. Después la realidad es un poco distinta. No contabas con que el palo del estandarte no encuentra sitio entre las piernas por culpa del sayón, no contabas con que la verticalidad se vuelve imposible si elevas en exceso el artefacto para poder caminar, no contabas con que a la altura del arbolón de Santa Clara ya está la brisa, esa brisa fresca que no renuncia nunca a las procesiones de la villa, removiéndote el capiellu sin que encuentres una mano libre con la que poner orden en tu persona. Ante todo esto no queda otra que asumir la responsabilidad de seguir adelante, fijarte en el compañero que ha encontrado por fin la fórmula de la supervivencia. Al final lo conseguías, en último caso con la ayuda de aquel señor mayor que andaba la procesión arriba y abajo con su vara de gobierno. No hacía ya ninguna falta que tu madre, o tu padre, o tu abuela, dejaran sus respectivas procesiones para resolver tus problemas personales; cada palo aguantaba su vela.
Los años pasan y la vida se empeña en no volverse cómoda. También en esto de la Semana Santa, como en tantas otras cosas, puedes abandonar, bajarte, quedarte a mitad de camino, tirar por la calle del Carmen. Pero algunos somos tercos, y nos embarcamos en retos de los que vuelves a creer que es imposible salir bien parado. Cuando la suerte se fija en ti para portar las bandejas de la Pasión el Viernes Santo crees que has llegado a la cima. Lo crees al menos hasta que llegas al Ancho y te ahogas en la inmensidad del asfalto. A esa edad, se te supone la capacidad de mantener una fila alineada; y lo consigues en la estrechez de la calle del Agua, pero al girar descubres una sensación que debe parecerse al terror. Todo se aleja de repente y te quedas en mitad de la nada, sólo, agarrotado. Las manos estaban ya heladas por el frío del atardecer y del metal de la bandeja. Llevas ya un buen rato sin cambiar de postura y piensas de repente que te queda otro tanto. Ahora duelen los pliegues del codo porque a cada paso estás más seguro de que no vas a llegar, que te acabará cayendo el contenido de la bandeja, que no habrá más remedio que posarla en mitad de la calle. El orgullo aquel que te embargaba cuando la ceremonia del Desenclavo te elige para portar la corona de espinas se vuelve, en efecto, terror cuando descubres un par de aguijones, de púas enganchadas en tu túnica, las suficientes para no dejarte estirar los brazos. Entonces sientes también dolor, y no quieres que tu cabeza busque más cosas, porque seguro que también son malas.
Podrías haber sido tú el personaje que Manuel Rivas hace rodar por su novela Los libros arden mal:
Polca di que é ao revés do que pensamos. Que as verbas non naceron para nomear as cousas. Que primeiro foron as verbas e despois as cousas. Así que alguén dixo cempés e saíu o bicho. […] Eu non quero pensar no nome dun mal. Imaxina que o dis e funciona.
Polca dice que es al revés de lo que pensamos. Que las palabras no nacieron para nombrar a las cosas. Que primero fueron las palabras y después las cosas. Así que alguien dijo ciempiés y salió el bicho […] Yo no quiero pensar en el nombre de un mal. Imagina que lo dices y funciona.
Pero la procesión sigue, y el paso del tiempo en nuestra Semana te hace cada vez más singular. Todos pasamos alguna vez por la tarea de portar los faroles que encabezan los pasos procesionales. Ahora ya es cosa tuya coordinarte con un compañero y con los portadores que vienen detrás, establecer un ritmo de paso, mantener las distancias establecidas, conservar encendida la vela del farol… Empiezas a descubrir la sensación de confianza y aceptarás el reto de seguir el paso que marca el acompañamiento musical. Alguno de esos años descubres que sabes salir de la Plaza del Ecce Homo sin que tu mirada haya buscado ayuda en las filas de cofrades laterales. Ya estás dentro, te arreglas sólo.
Poco después de esto, paradojas de nuestra complejidad, es cuando disfrutas del sentimiento de grupo que ha ido puliéndose en las pandillas del parque, en los juegos de la calle del Agua y en las panzadas de pipas en la panda de El Güevu. Con la misma naturalidad de esa vida cotidiana asumes con los amigos el retorno de una nueva Semana Santa, arrinconas el sinsentido del protagonismo exclusivamente masculino en las procesiones, y te plantas a la altura de El Cruceru, donde Casa Mero, con la seguridad de que los Xudíos ya son tuyos, de que ahora sí caben por la estrechura de la oficina vieja de Correos y de que por fin seremos capaces de empujar la cuesta de Santa Clara casi derechos. Sigue siendo un día más porque somos los de siempre, hemos cambiado el contexto y los modos porque la Villa está de procesión y aquellos quinceañeros éramos, somos, una parte de esta Semana con mayúsculas. No hay sensación de sacrificio porque no se te ocurren otras alternativas, no hay sensación de esfuerzo porque el carro va en cuanto fuimos capaces de coordinar nuestras energías y asimilar los consejos de los que saben, que para eso eran mayores.
Al menos por aquella época los veías muy mayores. Suponías que quedaban muchos años para llegar a llevar un paso al peso, eso el San Juan o a la Dolorosa, porque al Sepulcro sería imposible. Pero enseguida nos animaron a perder el miedo y arrimar el hombro. El pico demográfico de los años sesenta, y sobre todo el pozo del que acertaron a sacar la Cofradía quienes se pusieron a ello avanzados los setenta, supuso la recuperación de cofrades para los diferentes pasos y en pocos años fuimos desparramándonos por la procesión. Unos días echabas una mano en el Nazareno, otros te arrimabas para hacer un relevo en el San Juan y sin saber muy bien cómo acabas con tus amigos portando el paso de la Verónica.
De Miércoles, nos convencieron de que era el más liviano, nos lo repitieron el Jueves y acabamos el Viernes convencidos de que nos habían engañado. Pero no lo dijimos. “-¿Qué tal chavales?”. “-Bien, oh; un poco duro pero bien… Súdase algo, pero ye la noche que tá calentona; acabará lloviendo”. Murakami, que ya pasó antes por esta sala, lo explica bien aunque no reclama su autoría:
El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional.
Fue el día, la semana, el año en que nos tocó hacernos mayores de edad, independientemente de que el DNI dijera otra cosa. Con ello llegaba el compromiso no escrito, el contrato sin fecha de caducidad. Durante uno cuantos años aparecimos puntuales a la cita; incluso cuando los estudios de cada uno, y luego el trabajo, nos fueron separando, sabíamos que la hora del reencuentro estaba fijada por la tradición y por el portfolio: en la parroquia, una hora antes del otro Encuentro bajo el corredor del Palaciu de Valdés.
Por esos años quieres hacer las cosas bien, no porque no lo hayas intentado hasta entonces, sino porque ahora sabes que te están mirando, empiezas a ser consciente de que las procesiones de la Villa son algo más que se sale de nuestras calles y te sumas a los tópicos de un lado y otro de la procesión: “Esti añu hay más xente que l’añu pasáu. Vamos más guapo que los del San Xuan, vienen perdíos de pasu. Poneivos derechos, que pa eso tenemos una guía pel mediu la cai l’Agua…”.
Al final te lanzas. Pones un pie en el San Juan porque se han quedado cortos, y puedes con el día porque en realidad ya podías hace tiempo. Pones un hombro en la Dolorosa porque era miércoles y seguramente había un partido o era más laborable de lo que hubieran querido los cofrades de siempre, y ves las estrellas como las ven todos tus compañeros sin rechistar, año tras año, que la pasión y el sufrimiento van de la mano tripas adentro. Y por fin pones el alma, sin darte cuenta, bajo las andas que te hacen un sitio para siempre. Sin darte cuenta, repito, apareces bajo el Sepulcro aguantando la embestida de un peso muerto y descentrado sobre el hombro derecho.
Tienes ya edad para saber el motivo por el que actúas, y también en este caso creo saberlo. Hacía años que se me había pasado por la cabeza, luego se convirtió en ilusión, más tarde en reto, y hasta pude pensar que me correspondía algún derecho por antecedentes familiares que sólo me llegaron de oídas. No hacía tanto que veía bajo el Sepulcro las caras más viejas de la Semana, lo recordaba hace un rato. Ahora los tenía más cerca y en realidad eran los mismos con los que me cruzaba cada día por la ría, con los que compartía rincón en El Calieru o de quienes me sabía de memoria las pequeñas grandes hazañas de su vida en la piragua. Hubo un tiempo en que la mayoría habíamos pasado por ese deporte. Era una prueba más de que la villa estaba dentro de la Semana Santa, sin cuotas ni razón suficiente, sin frontera entre la vida y la vivencia.
Sabes por qué actúas y lo pasas mal cuando ves desde tan cerca lo difícil que resulta adivinar si va a llover o no, decidir si vas con los cofrades más atrevidos o te quedas con los más conservadores, asumir las consecuencias de un tiempo imprevisible que te parte con un chaparrón toda la ceremonia dejando a pasos y cofrades por los portales a la espera de una bocana que tarda. Un día descubres que se puede subir el Sepulcro desde el corredor de la Casa de los Hevia hasta el cabildo de arriba sin parar una sola vez y que a ti te ha pillado debajo. Era la prueba definitiva, la que no tiene por qué llegar pero que llega en la procesión vital de cada uno de nosotros. Supones entonces que no tendrás otro reto más grande que contar a tus nietos… Y sigues convencido de ello hasta que el Mayordomo de tu Cofradía decide lo contrario y te invita a hacer memoria.
Si Nicolás me hubiera dejado contárselo a él en cuatro palabras me hubiera quedado con estos últimos años, que ya no sé tampoco cuantos son. Al principio tienes la paciencia necesaria para que te hagan un hueco, y la cordura oportuna para ofrecerte a los relevos justos bajo el paso al que habías querido llegar. Te dicen que sólo vas de Viernes, pero pronto descubres que vales más cuanto menos abarcas. Acompañas y valoras la eficacia de una buena coordinación; intervienes y descubres que el equipo y el buen entendimiento se han vuelto imprescindibles; descansas y observas, por fin, que la procesión no eres tú, sino los cientos fieles que iluminan con sus velas, las imágenes que reproducen un misterio sobrehumano que ha dado sentido a la nuestra civilización durante siglos, los sacerdotes que renuevan el mensaje y la lectura de la Pasión para acercarlo cada día a los fieles, las calles que aprietan el ánimo cuando se angostan o lo diluyen cuando se vuelven inmensas, la música que acompasa o los silencios que atruenan.
Por fin, sí, porque muchas veces nos olvidamos de todo esto. Nos quedamos con que nuestro hijo salga en la procesión bien vestido aunque nos olvidamos de cambiarle los tenis blancos. Nos quedamos en que nuestra nieta viva la sensación de la Semana Santa pero nos colamos entre los estandartillos para que no canse y quiera irse a casa. Nos quedamos en que no hemos vivido otra experiencia religiosa semejante pero nos plantamos en medio para tener fotos de todo. Luis Landero recuerda el ejemplo de Tolstói sobre
un ciego al que intentaban explicarle cómo era el color blanco. Es como la leche, le decían. Entonces, ¿se vierte?, preguntaba el ciego. Bueno, digamos que es como el papel. Luego entonces, ¿cruje? No, no, digamos que es como la nieve. Entonces, ¿es fría?, inquiría el pobre ciego. No había modo de transmitir aquella experiencia elemental.
Olvídense de la leche, del papel y de la nieve; no es eso lo que llevan las calles de la villa un Jueves Santo.
Tardas un rato en verlo, muchos años, y casi desde ese momento tienes que empezar a echarlo de menos. Las procesiones, como la vida, siempre son calles que quedan atrás y por eso nos fabrican con un cajón para los recuerdos. El problema es que la modernidad se empeña en llenarnos de tecnología que muchas veces se vuelve peligrosa porque distorsiona la esencia. No me gusta la añoranza baldía del pasado, pero sí que admiro a Kirmen Uribe cuando acierta a poner en boca de su tío Boni, el de Bilbao-New York-Bilbao:
antes el mar estaba lleno de peces, ahora de agua.
La vida no nos la regalan para que la gastemos a golpe de navegador, sino para que tomemos nosotros la decisión en cada cruce. Tampoco es la vida una colección de postales o de álbum colgados en el Tuenti.
Tardas un buen rato de la vida, decía, en darte cuenta que la Semana Santa de tu villa es grande porque estás dentro, no porque lo están otros. Hay Semanas Santas grandiosas, espectaculares, glamurosas o televisivas. Es la era del acceso al mundo entero en un clic, de la cultura impulsiva, del estar mejor que del conocer. Todo eso tiene menos fondo que el papel del poster que pegan en sus cristales las agencias de viaje, más caducidad que el trozo de vela que le queda a un niño al final del Viernes Santo.
Tardas un buen rato, insisto, tan largo como el que están pasando ustedes por seguir escuchándome, en sentir con lástima que la única manera de ofrecer a nuestros visitantes la experiencia de la Semana Santa es invitándoles a participar, no a venir; a procesionar, no a mirar; a acompañarnos, no a analizarnos; a caminar entre los cofrades, no a cortarles el paso para contar que yo también estuve allí. La Iglesia de nuestro tiempo ya ha sido superada ampliamente por otro tipo de espectáculos, pero todavía puede con la Tomografía Axial Computarizada a la hora de buscar en nuestro interior; podemos preparar cuando les parezca un gran aparataje escénico con luces y sonido, y hasta con famosos, infinitamente más caro y vistoso; podemos llenar todavía más las calles de la villa. Pero creo que no van por ahí los tiros. Sin arrimarnos lo más mínimo a los extremismos integristas de parte y parte, es mucho más fácil compartir acera con un amigo musulmán que con el responsable de las estadísticas de ocupación hotelera.
Mi trabajo de hoy consistía en invitarles a todos a la Semana Santa de siempre en la Villa. A los vecinos y cofrades de toda la vida me atrevo a recordarles que entre todos, y el todos lo llevo cientos de años atrás, estamos haciendo que nuestro pueblo conserve algo de su personalidad. No quiero compartir con Xuan Bello su pesimismo hacia lo más cercano cuando dice que en su Tineo
confúndese modernidá con olvidu, identidá con zuna o afectación. Si pudieran –y tan pudiendo– desaniciaríen tou rastru del pasáu. Incomódalos saber d’ónde vienen, incomódalos saber que nun saben ónde van.
Qué cerca estamos también nosotros, tantas veces, de eso mismo.
A quienes se acerquen con curiosidad, les animo a pasar hasta la cocina, quitarse el abrigo y ponerse cómodos; están ustedes en su casa, no se queden con la cara pegada en los cristales.
A quienes lleguen como coleccionistas, bienvenidos, pero perdonen si no les doy conversación hasta la Ilesia d’Arriba; hay momentos en los que nos gusta vivir en privado aunque estemos codo con codo. Anímense a probarlo.
Yo, por fin, acabo con unos versos de Blas de Otero:
en el silencio de la noche clima de percusión
salgo silbando con los pies
me encuentro bien
las calles son rectas el cielo violeta
buenas noches
Ángel Valle Cuesta